viernes, 1 de agosto de 2008

Una Experiencia con Dios


Era diciembre de 2005. Había finalizado una etapa importante para mí, sentía un gran peso menos: había terminado por fin el colegio. Sumado a eso, se encontraban en la categoría de logros personales el hecho de haber terminado con buenas notas, haber dado una buena PSU, haber quedado en una carrera bien considerada y en una buena universidad y tener a mi disposición un vehículo que mis padres me habían regalado. ¡Wow! Me demostré a mí misma y a los demás que era capaz de conseguir todos estos pequeños triunfos y tal vez cuántos más. Venían las vacaciones, unas merecidas vacaciones, antes de entrar a la UNIVERSIDAD.

Al salir del colegio, me imaginé muchas cosas, tenía muchas expectativas, pues siempre me han entusiasmado las situaciones nuevas, los desafíos, y que las cosas no sean rutinarias, creo que a toda persona de mi edad le atraen estas cosas. Pero por otro lado, sentía un gran temor, pues no sabía exactamente lo que vendría. ¿Qué más debo lograr? ¿Qué más debo demostrar? ¿Seré capaz?

De pronto, una llamada “desestabilizó” todo. Un día, de enero de 2006 recibí una llamada a mi casa ¿Quién será?, pensé cuando iba camino al teléfono a contestar. Quedé sorprendida por varios días después de esta llamada. La persona que me llamaba era un hermano por parte de papá, quien se había conseguido mi teléfono y quien había estudiado la misma carrera a la que yo iba a ingresar y en la misma universidad.

Mi primera reacción fue de alegría, me entusiasmaba la idea de reencontrarme con mi hermano, pero… no quería saber absolutamente NADA sobre mi papá, “tal vez sí” – pensaba – pero no me atrevía a reencontrarme con él.
Mis padres se habían separado cuando yo era super chica y desde ese entonces, sin darme cuenta, comencé a caricaturizar a mi papá como la persona que más me había hecho daño.

La primera vez que me reuní con mi hermano, sentí inmediatamente una calidez por parte de él hacia mí, eso me llamó muchísimo la atención, pues yo no tuve la misma actitud, fui más distante. Fue una alegría saber que teníamos gustos muy parecidos y que iba a estudiar lo mismo que el había estudiado, y lo más sorprendente para mí era que él me había contactado, La segunda vez que nos reunimos fuimos a jugar bowling con sus amigos y en un momento de la salida comenzó a hablarme acerca de Dios. Mi primera respuesta fue: “No me interesan las cosas de Dios”.

Y era cierto, había salido del colegio con la idea de encontrar “mi propia teoría” acerca de la vida y del típico Dios que todos hablaban: tal vez Dios era una energía o era alguien que había dicho: “Bueno, creé al hombre y a la mujer, ahora arréglenselas ustedes allá en la tierra”. Para mí existían dos posibilidades: 1) Dios definitivamente no existía y aquellos que creían en él eran débiles que no podían valerse por sí mismos; 2) Dios existía, pero estaba demasiado lejos y despreocupado de nosotros.

El primer año de universidad fue super difícil para mí, por varios motivos: me enfrenté al hecho de sacar malas notas y de sentirme frustrada: “debería haber estudiado otra cosa, pero qué”, “tal vez esta carrera no es para mí”, “no puedo”, “no soy capaz”. En segundo lugar, comencé a tener diferencias con mi familia: mis horarios de estudio y salidas ya no eran los mismos que en el colegio y compartía menos con ellos. Por otro lado, no sabía para qué hacía las cosas, para qué me esforzaba, etc. Y por último… mi papá… el hecho de reencontrarme con mis hermanos, era una vía directa para tener un encuentro con mi papá, pero: “tengo miedo”, “no puedo”, eran ideas recurrentes en mí. Y sumado a todo esto: estaba el tema de Dios, muchos me hablaban de él y de Jesús, pero ni siquiera creía tanto en Dios ¿Cómo puedo creer en Jesús?
Y así estuve gran parte del 2006 confundida y “aproblemada” con todos los cambios que estaba viviendo. En algunos momentos sentía que ya no podía más y sentía pocas ganas de estudiar, de relacionarme con los demás, etc. “Prefiero estar en el colegio”- pensaba- con menos responsabilidades, con menos carga académica. En el fondo, no quería hacerme cargo de las cosas que me estaban pasando, sólo quería evadir e irme lejos y no saber de nada.
En medio de todo este caos, a veces pensaba ¿Será que Dios existe? ¿Le interesaré? ¿Podrá ayudarme?

Ese año, comencé a relacionarme más con mi hermano, se convirtió en un gran apoyo y en un amigo. Él me presentó a muchos de sus amigos, la mayoría de ellos hablaban constantemente de que Dios los había ayudado en cosas muy cotidianas como en la universidad, en sus trabajos, etc. Y aunque les decía que yo no creía en Dios, me llamaba la atención, pues yo también quería que alguien me ayudase a mí.

Un día estaba triste, ya estaba finalizando el año y no me sentía a gusto con mi desempeño en la universidad, con mi relación con mi familia, con el hecho de no poder tomar una decisión y juntarme con mi papá. Mi expresión me delataba, así que una amiga de mi hermano me preguntó ese día qué me sucedía, y me puse a llorar, ya no daba más. Estuvimos conversando, y ella ya me había estado planteando días anteriores, la idea de que Dios me podía ayudar. Entonces ese mismo día me contó que en la Biblia había un versículo que decía: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”. Y me preguntó: ¿Te gustaría invitar a Cristo a tu vida? ¿Te gustaría abrirle la puerta? Y yo me preguntaba ¿Cómo? Después de un momento de indecisión, acepté: “Voy a probar, voy a invitar a Jesús, aunque no sé bien quién es, sólo sé lo típico que te cuentan siempre, pero nada más”. Lo único que tenía claro, es que quería un cambio en mi vida.

Después de invitar a Jesús a mi vida, no escuché truenos, ni nada por el estilo, mi vida siguió normal, con las mismas dudas acerca de Dios. Pero no me daba cuenta de que Dios estaba haciendo un trabajo prolijo en mi vida, por así decirlo, poco a poco detalles de mi vida iban cambiando. Pero esos detalles se hicieron visibles cuando decidí conocerle más y relacionarme con él, tal y como dedicamos tiempo en conocer a nuestros amigos. Tenía dos opciones: 1) Pensar: “Jesús te invité a mi vida, que lindo” y adoptar una actitud pasiva, a la que estaba acostumbrada, o 2) optar por el desafío de seguir a Jesús.

Comencé a aprender más de él y a cambiar algunos pensamientos. Yo decía: “No puedo” y Dios dice en su palabra: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Yo decía: “No valgo o valgo por mis logros” y Dios dice en su palabra que me ama tanto que dio a su hijo Jesús por mí, es decir, no me ama por lo que yo haga o deje de hacer. Hay muchas cosas que cuestan, etc. pero Dios dice que en mi debilidad él se hace fuerte. En la universidad paso por periodos largos de constantes evaluaciones, siempre nos están midiendo, etc. Pero, en todos esos periodos he conocido a Dios, quien no me evalúa, ni me compara y quien me acepta tal como soy. Y es por eso que no envió a su hijo para condenarnos, sino para salvarnos, porque nos ama “porque sí”, en forma incondicional.

Antes veía a Dios, como un Dios de rutina. Pero él llegó a mi vida de la manera menos rutinaria: a través de mi hermano, de quien no tenía recuerdos y a quién jamás pensé conocer. Usó mi entrada a la universidad, donde por primera vez me daba cuenta que las cosas me eran difíciles. Llegó en un momento en que pensé que ya todo estaba dicho, en que ya no había muchas cosas por hacer, en un momento en que creí que ya era muy tarde para reencontrarme con mi padre. Pero lo que más me sorprende es que Dios sabía y conocía mi necesidad, antes de yo conocerle a El. Sabía que había en mí una necesidad e inquietud por conocer a mi padre biológico y a mi familia paterna, y sabía que la mayor necesidad de todos los conflictos con los cuales me había enfrentado, tenían la forma de Dios.

Conocer a Cristo ha sido la mejor decisión que he tomado. El tomó las piezas desordenadas del rompecabezas y me está ayudando a vencer en cada área de mi vida.