viernes, 26 de septiembre de 2008

Historia del clavo

Había una vez un niño muy atrevido, que en todas partes peleaba, en la escuela, en la casa con su familia, con sus amigos. Sus padres le aconsejaban, pero él no les escuchaba.

Un día, su padre le entregó una caja llena de clavos y un martillo y le dijo:
“Todas las noches cuando vayas a acostarte, clavarás con todas tus fuerzas en la cerca de la casa un clavo, por cada persona que hayas ofendido en el día”.

El primer día clavó 37 clavos. Pero la lección de su padre le impresionó de tal forma que, poco a poco fue calmándose, añadiendo dominio propio a su vida, enfrentando su mal carácter, hasta que llegó un día en que no tuvo que clavar ningún clavo.

El muchacho se sentía feliz, había logrado controlar su temperamento.

Entonces le sugirió su padre que cada día que se controlara, debería sacar un clavo de la cerca, hasta que hubiera sacado todos los clavos. Feliz comenzó el hijo la labor de retirar las puntas que anteriormente en su enojo había clavado.

Entonces su padre le llevó a la cerca y le dijo:- Mira, hijo, has hecho bien, pero fíjate en los agujeros que quedaron en la cerca. Ya nunca la cerca será la misma de antes. Cuando dices o haces cosas con enojo, dejas una cicatriz, como este agujero de la cerca. Aunque te disculpes, la herida está ahí.

"Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo...Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes...Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo" (Efesios 4:26-32).


Usemos nuestras palabras y actos para edificar y levantar las vidas de otros, no para demolerlas.
¡Que Dios te bendiga!

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